Días que quieren quedarse
Como el jueves, me bajé del micro (que sale desde el trabajo y termina el recorrido el Juramento y Cabildo) y caminé un poco más de diez cuadras para llegar a la clínica. Me gusta caminar y mirar caras.
En la escalera del segundo piso, esperando a que abran las puertas de terapia intensiva, estaba la tía Olga. Después llegaron Javi y Ana, la tía Silvia y el abuelo, mamá y Vero y por último papá.
Como no podemos estar todos a la vez alrededor de la cama, hay que ir por tandas. Me adelanté con Olga y ella le dijo a la Oma que yo estaba ahí. La Oma entreabrió los ojos y se quedó mirándome unos segundos. Los ojos le brillaban. Era un brillo angelical. La saludé y movía la cabeza para los costados, lentamente, como negando.
Javier se sumó, y la Oma, que sólo abría los ojos cuando se lo pedíamos (porque está débil y un poco sedada) lo vio y tanta emoción la puso en poco nerviosa, al punto que los medidores del pulso, ritmo cardíaco y demás empezaron a hacer un ruido amenazador. Vino el médico y le pidió a la Oma que se calme. Después entró Vero, que todavía no la había visitado y se puso a llorar deconsoladamente.
Estuve casi toda la hora de visita al lado de la Oma. Me agarró desesperación, porque ella por momentos quería hablar y quería llorar y no podía: todos los cables y tubos que la ayudan a sobrevivir, no la dejan expresarse. Y atinaba a mover la boca o mover la cabeza, pero su fuerza apenas se lo permite. Me reproché haber estado tanto tiempo sin verla, sin escuchar los consejos de mamá, papá y el abuelo, de que tenía que aprovechar el hecho de tener una bisabuela, que no cualquiera la puede disfrutar, pero uno es estúpido hasta que se da cuenta y yo me estoy dando cuenta ahora.
Al despedirnos, la Oma siguió moviendo la cabeza lentamente, como negando.
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