martes, mayo 03, 2005

Phynomon

Homenaje a Yolanda Nemeth y a Roberto Bolaño

Los primeros humanos que llegaron a vivir 150 años fueron pocos. El fenómeno no seguía ningún patrón específico: los longevos podían ser de cualquier país y continente, tener cualquier apellido, ser de cualquier religión, ser de cualquier raza. Los científicos se interesaron en el tema y sin certezas, llegaron a conclusiones parciales: la longevidad era a causa de un gen, el Phynomon, que por alguna razón hacía que todo el cuerpo retrasase su deterioro natural. Pero esto no decía nada y tampoco lo podían probar: eran sólo hipótesis inventadas para salir del apuro. Curiosos de todo el mundo empezaron a hacer sus propias investigaciones. El mundo empezó a creer que algo raro había en toda esta historia y por primera vez, los humanos pusieron sus esfuerzos en averiguar la verdad y no dejarse engañar por las constantes y dudosas respuestas que los medios de comunicación tenían para todo. El objetivo era encontrar el patrón que unía a todas esas personas. Un mexicano, Oscar Fate decidió investigar el primer caso de longevidad y el último. Como buen electricista sabía que las rectas son, en definitiva, la unión de dos puntos dispares y que el resto está condicionado y regido por los dos extremos, los dos centros. El mexicano era un lector voraz de novelas policiales y de enigmas: su autor predilecto era el ganador del premio Nobel, Dan Brown, y no había noche que no admirase el volumen autografiado que guardaba con celo desde aquella vez que intercambió unas pocas palabras con el célebre escritor, si bien fue criticado por los letrados más conservadores en sus primeros años en el campo intelectual. Los últimos años habían sido la cara atroz de la vida en este mundo: contrariamente a los hechos aislados (que cada vez lo eran menos y se propagaban por el mapa) de especímenes que lograban alargar sus días, había otros que no llegaban a cumplir los cincuenta. Las tasas de esperanza de vida eran cada vez más bajas y casi nadie decidía pasar sus pocos años de vida estudiando o trabajando. Todo era un caos cultural, económico, político, pero claro, la gran mayoría de la masa seguía atada al régimen capitalista y a sus estériles filosofías reproductivas, morales y éticas. Oscar Fate, empezó por el inicio: revisó los nombres y trazó líneas hacia el pasado, consiguió partidas de nacimiento, certificados de defunción y todo papel adonde pueda estar registrada alguna pista que lo lleve a otra pista. Algo le decía que la clave estaba en retrotraerse en el tiempo. La única coincidencia que halló Fate fue que ambas personas tenían un antepasado en común: Yolanda Nemeth. El nombre en sí no decía nada. El mexicano no podía ni siquiera pronunciarlo y jugaba con su boca articulando la th como una ch. Pero después de consultar varias fuentes determinó que Yolanda Nemeth era oriunda de Hungría y que ese país europeo había sido siempre contenedor de castas nobles. Los Nemeth eran unos antiguos aristócratas que por alguna razón habían emigrado a Argentina en algún momento del siglo XX. Fate no lo dudó: sacó un pasaje a Buenos Aires con los últimos ahorros que tenía (porque esto no era una simple investigación, sino que era cuestión de vida o muerte) y se hospedó en una pensión de mala muerte. No le fue fácil rastrear el paradero de algún Nemeth o al menos, de algún descendiente directo. Yolanda Nemeth se había casado con Eugenio Kovacs y alguien con igual nombre figuraba en la guía de teléfonos de Capital Federal. Llamó por teléfono. Se hizo pasar por un conocido de Yolanda y pidió la dirección de la mujer, pero en respuesta, le dijeron que estaba internada y con su simpatía y su acento ingenuo consiguió la dirección del hospital. Ahora, Oscar Fate no sabía qué hacer ni cómo obrar. Había encadenado eslabones perdidos hacía mucho tiempo. Cualquier movimiento mal hecho podía dejar estéril la investigación que podría salvarlo del destino fatal de los humanos y sumarlo a la elite que de alguna manera podía vivir más de 150 años. El mexicano estaba nervioso. Juntó valor y fue al hospital. Preguntó por la paciente y le indicaron el segundo piso. De casualidad era el horario de visita. Encontró en la tercera puerta que consultó un pequeño cartel que indicaba que la que estaba en esa habitación era Yolanda. Entró. La anciana dormía. Fate, como poseído, agarró una jeringa que estaba arriba de una mesa y le extrajo sangre a la mujer húngara. Como no se despertó, decidió huir con su muestra. Rápidamente llegó a la pensión y se sentó a comtemplar la sangre, que con un color bordó oscuro se acumulaba en la jeringa. Hizo cálculos y el dinero que tenía le alcanzaba para pagar otra noche de alojamiento y para una última cena. No lo dudó un segundo más: agarró un vaso, descargó la sangre lentamente hasta llenarlo y después, de un sólo sorbo, bebió.