miércoles, noviembre 23, 2005

Herencias (genéticas)

El día en el que murió mi abuelo yo estaba en clase. Tenía dieciseis años y hacía poco que había comenzado a pensar de una forma más madura. El pensamiento ya no era una jaula de monos grotezcos, sino una caja con pájaros aprendiendo a volar. Las marmotas habían dicho adiós, como dice un poeta. Él había enfermado, lo habían operado, se había recuperado y nuevamente, desde hacía unos días, estaba internado. La vez que lo visité, lo vi muy mal. Los pronósticos eran los peores. Me llamó el preceptor, salí del aula ya con la mochila y me fui a casa. La pena era inmensa. El abuelo Oscar (el abuelo Quito) era un hombre cariñoso y tranquilo. Cuando venía a casa me abrazaba fuerte y me dejaba sin aire. Me decía “Marti”. A mí no me gustaba el apodo, pero ya me había acostumbrado.

Por la tarde, fuimos al velatorio y recibimos visitas de amigos y vecinos. Como todos los velatorios, este fue triste. Mi abuela lloraba desconsoladamente y estaba pálida. Mi viejo trataba de no quebrar y estar fuerte para aguantar y resolver todos los contratiempos burocráticos que trae la muerte. Mi otro abuelo lloraba y se leía en su cara el encuentro con una etapa que a él le tocaría alguna vez padecer. Mis hermanos estaban tan aflijidos como yo.

A la noche, casi todos se fueron a sus casas a dormir. Yo pasé la noche en un sillón de la casa velatoria. Sentí que tenía que pasar la noche ahí y estar cerca del abuelo. La mañana llegó con el mismo panorama. A las diez, unos hombres vinieron a buscar el cajón. Me acuerdo que los odié profundamente por llevarse a mi abuelo. Mi abuela se aferraba al cajón y no lo quería soltar: se desmayó. Yo estaba cerca de papá, su proximidad me protegía. Hasta ese momento no había llorado; yo también quería mantenerme inmune a las lágrimas y sobrellevar la situación con hidalgía. En el momento final, cuando la tierra cae sobre el cuerpo y borra las marcas del paso por el planeta, el llanto se me atragantó. Papá me abrazó y me dijo que llore. Lloré, lloré y lloré.

Papá creo que, hasta el día de hoy, todavía no lloró.