miércoles, febrero 08, 2006

Cartas

I
Hace más de dos meses que estoy pensando en escribir esta carta. El problema es que, como sé que va a ser larga, me da fiaca comenzar a escribir, pero parece que hoy junté valor y me animé a sumergirme en este mar de palabras que de alguna manera buscarán resumir tantos años de distancia. Seguramente la voy a escribir de a poco, en distintos momentos. Espero que no se noten los cortes.

El otro problema es por dónde empezar. Y acá me puedo llegar a trabar, pero mejor saltar los obstáculos para permitir el avance. ¿Empiezo a contarte desde la última vez que hablamos? ¿Cúando fue la última vez que hablamos? ¿Hablamos o compartimos una charla social? ¿O empiezo por la última vez que recuerdo haber pensado en vos como alguien que formaba parte de mi vida? ¿Desde cuándo formás parte de mi vida? ¿Desde cuándo dejaste de formar parte de mi vida? ¿Cuándo se rompió la relación que teníamos? ¿Tuvimos alguna vez una relación luego de los desencuentros amorosos adolescentes que me conmovían y atormentaban? ¿O empiezo por la última vez que recuerdo haber sentido tu falta como mujer? ¿La recuerdo? ¿O mejor empiezo por cualquier lado y voy y vengo en el tiempo y me dejo llevar por los recuerdos? Sí, lo ideal va a ser pasear, como un compás, por los distintos rincones del mapa curvilíneo del pasado. Entrar y salir, recordar y borrar olvidos, traer y llevar, alisar y desentramar, subir y bajar. No!!! Esperá, ya sé. Tengo que empezar en el día del último beso, ¿te acordás? Una tarde de domingo en tu casa. Me acuerdo que con el Tanque hacíamos un chiste con dos títulos de cuentos de Roberto Arlt. Uno es “Noche terrible” (la noche del sábado me dijiste que querías estar conmigo, pero tomaste demás y te dormiste…) y el otro, “Una tarde de domingo”. Desde el final de esa tarde de domingo tengo que empezar. Tendré que recordarla.

Otra complicación es el tono. ¿Cómo te escribo? ¿Cómo recibís mi Voz? Me refiero no a mi tono de voz, sino a mi forma de hablar, a mis costumbres linguísticas, a cómo tenés que recibir cada uno de mis palabras. Ya te olvidaste de mi Voz. El mundo cambió, nosotros cambiamos, todo cambió, y también mi Voz. Pero eso no será tanto problema porque con el correr de la lectura te irás acostumbrando y el mensaje va a llegar satisfactoriamente.

También está la cuestión de qué decir, hasta dónde contar, qué nivel de detalle, etc. Pero mejor avanzar de una vez por todas.


II

Ese domingo amanecí impaciente: esperaba tu llamado. La noche del sábado me había dejado confundido y algo esperanzado. Paseaba mi adolescente humanidad por el salón de baile cuando, de repente, alguien me tapó los ojos con las manos, desde atrás. No lo dudé ni un segundo: el roce, el aroma, la suavidad, la sensación; eran tus manos. Creo que te lo dije sin que me lo preguntaras. Giré y nos encontramos frente a frente. Nos apartamos, balbuceaste algunas palabras persuasivas y finalmente, desapareciste. Al rato te vi tirada en la calle vomitando. Más allá del detalle poco sensual, lo que quedaba en limpio era la situación en sí. Unas horas después intenté despertarte, pero fue imposible. Lo único que alcanzaste a exclamar fue la promesa de llamarme al otro día. No podía esperar más de esa noche.

Pero volvamos al domingo. Ahora sí esperaba. Me acuerdo que hacía calor. El teléfono sonó y me tiré de cabeza al tubo. Sí, finalmente tu voz y la invitación a pasar una tarde de domingo en tu casa. Me monté en mi bicicleta y pedaleé los 10 kilómetros que nos separaban. Supongo que iba disfrutando del contacto del aire con mi cara y que dejaba que el sol me entibie la piel sin resistencia. Toqué el timbre y saliste con cara de buenas migas. Uno se da cuenta cuando las mujeres ponen esa cara. Es cuando quieren conseguir algo que sus facciones se curvan de una manera especial y el ojo entrenado lo advierte. Subimos a tu habitación, y ahora se me viene el recuerdo de tu habitación, tan tuya, tan oscura, pero al mismo tiempo con ribetes multicolores. Las paredes escritas por tus amigos, (seguramente también había alguna inscripción mía. ¿Se conserva igual el cuarto más allá de tu ausencia?) el olor a sahumerio, la atmósfera mustia, adornos extraños y no recuerdo qué cosas más. Tu habitación era tu espejo, era el museo de tu personalidad, era inhaprensible, inaprendible, se escapaba de las manos como arena. Imagino que yo estaba tonto y decía estupideces (suelo entorpercerme en estas situaciones, pero con los años gané algo de pericia, aunque no mucha) y vos tratabas de darle un poco de coherencia al encuentro. No recuerdo cómo, pero en algún momento de la tarde nuestras bocas se unieron en un beso. Tampoco recuerdo cómo era besarte, pero debía ser suave y áspero al mismo tiempo, lento y vertiginoso, tierno y violento. Yo estaba enamorado de vos y seguramente imaginaba el día después, no disfrutaba el momento al cien por ciento, sino que trasladaba la situación a días sucesivos al lado de mi amada; por eso, se me escapan tantos detalles. Salimos a caminar, nos detuvimos frente a un lote descampado y nos sentamos sobre el cordón. Nos besamos y charlamos. El momento no parecía real y no era culpa de mi endulzamiento; el cielo estaba despejado y lentamente fue tornándose anaranjado hasta cubrirse de una espesura negra. El aire pareciá no circular; el tiempo estaba detenido; creo que no había ruidos que quebraran el silencio de nuestros besos.

Esa tarde inventé un juego: el juego de los cíclopes, no sé si te acordás. Consistía en mirarnos de frente, pegando nuestras narices y eso generaba un efecto que hacía parecer que teníamos un sólo ojo. Esa no fue la única vez que lo jugamos. La otra fue en la casa de Pacho, en una noche de verano. Yo te pedí de jugar para mirarte de cerca y sentirte. Aceptaste un poco temerosa por algún arrebato de mi boca, pero hiciste bien en confiar en mí. Cuando prometo, cumplo. Sino, no prometo.

Ya con el sol puesto volvimos a tu casa. Creo que Bube iba a visitarte, con lo cual me dijiste que me fuera. Me acuerdo que me puse un poco pesado en la despedida y me costaba salirme de tu lado. Me dejaste bien en claro que esa iba a ser la última vez que estaríamos juntos y yo entendí, pero no quería entender. Prefería quedarme en la bruma de esa hermosa tarde de domingo, una de las más hermosas que recuerde. Finalmente, me subí a mi bicicleta (todavía la tengo) y me fui pedaleando bajo la poca luz que dejaban pasar las nubes que fueron poblando el cielo hacia el final de la tarde. Supongo que me fui pensando en el motivo de tu insistencia en que sería la última vez, en el porqué de las idas y vueltas del amor y en la razón del poder que tenías sobre mí. Claro que no llegué a ninguna conclusión, y aun siendo un jovenzuelo atontado me di cuenta de que hay cosas que no tienen explicación.

La verdad es que no recuerdo si finalmente empezó a llover, pero no estaría mal imaginar (o recordar imaginando) una llegada a casa bajo una lluvia intensa; después una ducha y más tarde un sueño feliz.


III

Te voy a confesar algo: conservo una foto tuya que es de antes del viaje, antes de tu transformación. Todos tenemos un punto de inflexión, un momento en el cual mutamos; se nos cae la piel y nace una nueva. El devenir, en realidad, es un proceso imperceptible que sólo se materializa después de la explosión, pero que se va materializando poco a poco en pequeñas líneas que van marcando los surcos que después serán el tramado principal. La foto la conservo de casualidad, creo; está adentro de los cuadernos que usaba hace varios años para escribir poemas. Después, dejé el papel por el teclado y no los abrí más, pero igual me acuerdo de la foto y también, varios de esos versos de memoria.

Antes, pensaba que la foto mostraba el momento justo antes del comienzo de tu transformación, pero ahora, recordándola, creo que en tus gestos ya se pueden leer esas líneas que van curvando y retorciendo la piel para que ésta se seque y finalmente, caiga. Se te ve de perfil, con el pelo suelto que cae por los hombros dejándote la mejilla libre y parece que sonreís, pero de una manera particular: es una risa mezclada con pena y dolor, pero una sonrisa al fin. ¿Una sonrisa amarga? ¿La mueca del cambio? No sé.

Lo que no recuerdo es cómo llego esa foto a mí. ¿Me la regalaste? ¿Te la robé? ¿Me llegó por accidente?


IV

No sé si las conservás, pero el año que viajaste a Europa por primera vez –por el Austausch- te escribí muchas cartas. En realidad, era un diario. Saqué la cuenta de cuántos días ibas a estar ausente (creo que eran algo así como cien) y te escribí todos los días un poquito. En el encabezado estaba el día del calendario y en forma sucesiva, el número de día desde tu partida. Ese fue un verano difícil para mí. Todos mis amigos se habían ido a recorrer el Viejo Continente, y yo me quedé en Buenos Aires. Pacho tampoco viajó, y si bien lo veía seguido, tenía muchos días solitarios. Ahí fue cuando empecé a fumar. Mi abuelo era un gran fumador (años después tuvo un paro cardíaco por causa del vicio y tuvo que dejarlo) y un día que vino a casa le robé algunos cigarrillos de su paquete de Benson & Hedges. Los guardé hasta una noche en que el recuerdo de la ausencia de mis amigos –y también la tuya, y más la tuya- me caló profundo y, como si fuera una especie de cura mágica, prendí un cigarrillo para superar las faltas, para cubrir los vacios. Estaba en mi balcón y me pareció más poético pitar mientras escuchaba alguna canción en mi Walkman. No recuerdo cúal era. Obviamente, tosí y me mareé. El sabor del tabaco me pareció horrible, pero a pesar de eso, lo apagué por la mitad y lo guardé para otra ocasión. Otras noches repetí el mismo ritual hasta que finalmente, me fui acostumbrando al humo.
Mis días se resumían en estar dos días de la semana en lo de Pacho y los demás, esperar a que me lleguen cartas de Europa. Por suerte, me llegaban muchas y me hacían sentir muy bien. La escritura salvaba la distancia. Ese verano escribí muchas cartas.

Lo que quería decir, era que no puedo imaginar qué cosas te escribía en esas cartas. Pensá que fue hace 8 años. Creo que si algún día las llegara a releer, me pondría a llorar de la emoción por encontrarme conmigo mismo, con mi sombra lejana que algún día supo caminar a mi lado, con mi destello juvenil que lentamente se fue apagando.

Recién hace un año (y no volví a hacerlo) pude dejar de fumar.